miércoles, 30 de junio de 2010

Dualidad

Hoy te voy a contar una historia, pero no es una historia normal sino con un poco de magia, de esa que hace que las cosas aunque sean tan reales como la vida solo parezcan fantasía.

Hace no mucho tiempo, existió un hombre al que todos creían bueno. Tanto fue así que llegó un día en que él mismo así lo creyó. Pero no ocurrió de repente, sino poco a poco, como pasan normalmente las cosas.
Siempre saludaba a la gente que le saludaba, pero cuando no le veían ponía cara de pera agria, “¿y para qué tengo yo que saludar a todo el mundo?” pensaba para sus adentros, “si en realidad a mí ellos me dan totalmente igual. Que me saluden siempre pues es su deber, pero yo no debería desgastarme en semejantes gestos”. Le gustaba parecer bueno, muy pero que muy bueno y a veces hasta servicial, pero nunca hacía nada sin recibirá algo a cambio. Nunca supo el verdadero significado de dos palabras, altruismo y empatía.
Con él convivía una mujer de mínima estatura y dicho sea de paso, no muy agraciada. Ella se dedicaba a las tareas del hogar y a mantener aquella lúgubre casa al menos con un poco de color y vida. Pero a veces le resultaba muy difícil, pues aquel hombre no siempre le hacía sencillas las tareas. Alguna vez que otra se metió con sus defectos físicos, pues como ya dije no era muy agraciada, cosa que aquel hombre sí lo era. Él era gallardo y cuando el sol lucía claro los ojos le brillaban cual esmeraldas. A las jóvenes de la zona les parecía apuesto y galán. “Pobres jóvenes, si ellas supieran”, pensaba para sí aquella mujercilla.
Alguna que otra vez ella intentó hablar con él y hacerle ver las cosas, pero él la reprendía diciéndole “¿qué me vas a enseñar tú a mí?, dedícate a hacer las cosas bien que esa es tu labor. A caso no ves cómo a mí la gente me mira, me saluda, me respeta, sin embargo tú estás recluida en esta casa sin poder hablar a penas con nadie, yo soy tu única compañía, deberías dar gracias por ello.” La mujer no contestaba, a veces se marchaba de la habitación y se asomaba a la ventana para no decirle todo lo que sabía, para no contarle que el verdadero valor de las personas no se mide por lo que uno parece ser, sino por lo que es en realidad.
Pasó el tiempo y el hombre se fue haciendo más y más egoísta y aquella mujer se hacía cada vez más y más bajita, como si un sortilegio les uniese. Ella apenas tenía voluntad para dejar aquella casa e irse a servir a un nuevo hogar. Comenzó a creer que en realidad aquel hombre era bueno y ella no era más que una mujercilla gruñona que encontraba defectos en todas partes. Un día ya no pudo más y se marchó corriendo hacia el bosque, lo mejor que podía hacer era perderse allí y permitir que el tiempo borrase todo rastro de su recuerdo. Llevaba ya un buen rato caminando por el bosque cuando vio colgado de una de las ramas algo que parecía un marco. Cuando se acercó vio que era un retrato, pero era un retrato móvil, ¿cómo podía ser eso? El pintor había creado una pintura que se movía a su antojo. Sin mirarlo dos veces lo descolgó del árbol y decidida lo llevo a casa del aquel hombre, “seguro que cuando lo vea se alegra, le va a hacer mucha ilusión, ya no solo por la magia de este cuadro sino por la belleza que tiene la muchacha del retrato.” Efectivamente, aquella muchacha que el pintor había dibujado era hermosa, una de las más hermosas que se habían visto por el lugar.
Llegó a la casa y aprovechando que no estaba el hombre lo colgó en la pared de su habitación para que cuando volviese se encontrase con la sorpresa.
Esperó en la cocina pelando patatas hasta que él regresó. Le escuchó subir los peldaños que llevaban al dormitorio, le escuchó abrir la puerta y le escucho... ¿gritar? Efectivamente, se puso a gritar como si se hubiese encontrado de frente con el mismísimo demonio. Apresurada se limpió las manos en el delantal y subió los escalones de dos en dos. Cuando entró al dormitorio encontró al hombre tumbado en la cama como un niño, hecho una madeja. Ella miró al cuadro y volvió a ver a la bellísima joven que el pintor había inmortalizado.
- ¿Qué le pasa señor? ¿Por qué ha gritado de ese modo?”, preguntó preocupada.
- ¿A caso no has visto la abominación que has traído a casa? No eres más que una loca, mujer, no sé cómo te he podido tener a mi cargo durante todo este tiempo.
- Pero señor, si no es más que un cuadro mágico. Venga, asómese y vea la hermosa joven que traje para usted.
El hombre se levantó de la cama y se situó al lado de la mujer. De pronto al lado de la hermosa joven apareció un ser horripilante, semejante a una bestia del bosque, pero erguido como un humano. Sus colmillos eran afilados y tenía garras de ave de rapiña. Amos se miraron y volvieron a mirar aquel cuadro. Entonces se dieron cuenta que lo que parecía una pintura era en realidad un espejo, pues no solo se reflejaban dos personas, sino también toda la habitación. El hombre se acercó al espejo mientras se palpaba la cara. Efectivamente eso era un espejo, pero no reflejaba la realidad que todos vemos, sino la verdadera, la que hay en el interior.
El hombre con el orgullo totalmente herido despachó a la mujer y le dijo que no volviese más a aquella casa. Profirió a voz en grito todo tipo de maldiciones contra ella, pero ya no le importaban, ella ya no tenía miedo, pues sabía que al fin se había dado cuenta de que la realidad era muy distinta a la realidad que él se había creado. Se juró a si misma que nunca desvelaría el misterio de aquel espejo y que comenzaría una nueva vida lejos de las garras de aquel manipulador que se creía cordero cuando en realidad no era más que una alimaña.