Entonces llegó, algo más tarde que los demás, cuando
pensábamos que no haría acto de presencia, apareció con su camiseta negra, sus
vaqueros desgastados y el pelo inútilmente peinado. Era guapo, no guapo como
los chicos de las revistas, sino guapo sin querer, sin pretensiones, con una
guapura que se le resbalaba entre los rizos, que se le escapaba por la comisura
de los labios y le brillaba en los ojos con el color del mar.
Hablamos poco, pero nos mirábamos y reíamos como dos niños que acaban de descubrir su regalo bajo el árbol el día de Navidad. ̈No sabía si venir ̈, ̈Qué bien que hayas venido ̈. Creo que no lo dijimos con palabras, o tal vez sí. Y me alegré de estar allí, porque en ese momento Madrid ya no me parecía tan grande, ni tan vacío, ni tan anónimo. Después se marchó, con dos besos y un ̈nos veremos ̈. Claro que nos veremos.
Entonces estalló la primera guerra nupcial, con bombardeos pero sin muertes. Yo creaba trincheras de palabras, buscaba aliados en territorio extranjero, pero el asedio era continuo y pedí asilo, solo por un par de noches, asi que prácticamente con lo puesto me fui a Madrid. Apenas habían pasado unos meses desde que nos habíamos visto, pero haber puesto cara a nuestras palabras, a tanto verso leído, dio significado a todo lo que ya conocíamos el uno del otro. ̈Necesito salir de aquí ̈, ̈vente a mi casa, hay sitio para una más ̈. Y eso hice.
La primera noche la pasé en un piso circense de Lavapiés,
debía una visita a un buen amigo que necesitaba encontrar el norte, o más bien
el sur, y demasiado a menudo lo buscaba detrás de unas rayas blancas que tras
elevarlo a los cielos lo terminaban lanzando a la sima más oscura y profunda. Después
una noche psicodélica llegó una mañana fría, gris y lluviosa. Recogí mi mochila
y me despedí como se despide una madre cuando deja en casa a su familia para ir
al mercado.
Sentía ganas de llorar, de ponerme una nariz de payaso y tocar una 'Balada triste de trompeta'. Entonces le llamé. ̈Coge el cercanías y ven, te espero en la estación". El tren llegó a Móstoles, y como había prometido me esperaba, con un paraguas para resguardarme de la lluvia, con una caja de tiritas para intentar remendar mis heridas, que no eran pocas, que no eran chicas.
Llegamos a su habitación que era su casa, ̈Cámbiate de ropa si quieres, tienes los camales del pantalón chorreando y en Madrid el frío no perdona. ¿Necesitas unos pantalones? Tengo un chandal por aquí que ... ̈
Cenamos pizza, una de esas que saben a chicle desgastado, y bebimos Larios con sweeps de limón y después solo Larios. Fumamos una china que me había traído del piso circense, yo no fumo, pero ese día hice una excepción porque me contó un secreto, uno que no he olvidado ni olvidaré en la vida "A veces fumo para no soñar". Y yo no quería soñar, no al menos los sueños que tenía los últimos meses, asi que fumamos mientras escuchábamos a Ivan Ferreiro. Y lloramos. Porque éramos dos barcos a la deriva en un mar de m*erda. Yo lloraba por sus penas y él por las mías. Deseaba salvarlo, pero no teníamos isla donde naufragar, no había puerto visible, ni faro. Así que nos abrazamos, y nos besamos, en un boca a boca que nos daba oxigeno y nos mantenía vivos. "Duerme conmigo esta noche, mi cama es pequeña pero creo que podemos intentarlo. No quiero dormir solo ". Y yo quería dormir con él. Hicimos el amor, o tal vez no, pero el amor se hizo en esa cama, y tejió remiendos en nuestros corazones mientras dormíamos, porque al amanecer se despidió de mí, una vez para siempre, y me besó en los labios como solo se besa cuando no hay nada que prometer.
a John Ash
... te lo debía hace siglos