jueves, 18 de junio de 2009

Puta (IV)

Viernes. Dos clientes más y me escapo al retiro. Hay un árbol que cuida de mí. Me gusta jugar al escondite, pero lo daría todo por jugar con él y no tener que hacerlo con mi madre. Le lleva de la mano, hoy su sonrisa es tan grande que se le achican los ojos, “Gabriel, abre los ojos o no me podrás ver”, lo susurro tan bajito que ni yo misma me escucho. Corre detrás de una ardilla que imprudente bajó del árbol. Hoy sí, que cerca te tengo, si miras a la derecha me verás aquí escondida. Cuatro años que parecen siglos, tan lejos de ti y tan cerca a la vez en este anonimato impuesto. A veces tengo la sensación de que mi madre me descubre, pero deja que siga allí. ¿Cómo negar a una madre el derecho de ver a su hijo? ¿Cómo negar a una madre el derecho de ver a su hija? Lo curioso es que solo de ella siento el cariño, hasta en la bofetada que me dio la última vez que intenté acercarme a Gabriel sentí cálida su mano.
La palabra hijo es tan inmensa que no hay diccionario que la describa bien. Porque un hijo no es solo la vida que crece en tu vientre y sale de ti, un hijo es, cuando tienes ganas de morirte, la única razón por la que seguir viva. Cuando lo pienso me siento egoísta, por ser mala hija, “menos mal Gabriel que no me conoces, tú solo tienes que ser feliz con las cosas que de verdad hacen felices a la gente, no busques verdades donde solo hay vicio”.
He perdido todos los derechos, los he ido perdiendo poco a poco porque hipotequé mi vida hace tiempo. Ya nada me sorprende, siquiera el anuncio de una pronta muerte, pronta o tardía el anuncio de una muerte es como una carta de embargo sabes que va a ocurrir y más cuando no puedes pagar la deuda. Debo tanto que creo que tendría que morir doscientas veces para poder saldar mis cuentas.
Lleva toda la semana lloviendo y el Retiro sin Gabriel es como un lienzo en blanco y negro, o peor, como un lienzo sin lienzo.

Cuarenta de fiebre no es tanta fiebre cuando tienes la necesidad de un chute. No sé cuantos clientes han venido en estos dos días en los que estoy enferma, en el cajón de la mesita solo hay veinte euros y los condones casi se han terminado. No me salen las cuentas, alguien debió robarme, o quizá pagué la semana a la casera.
Me arrastro por las calles, siempre me hizo gracia vivir en la paralela a la “Calle desengaño”, al final eso es lo que te da la vida cuando no la sabes tratar. Mi camello dice que con ese dinero no voy a ningún sitio, “siempre te puedes levantar la falda” me dice, y en un rincón, en el soportal de una vieja casona me da un par de envestidas hasta que se corre.

2 comentarios:

Espera a la primavera, B... dijo...

A veces me dejas en paz conmigo mismo. No sabría muy bien explicarte el porqué. Cuando te leo me enamoro infinitamente del ritmo de tus pensamientos, me calmo ante lo inevitable, como cuando dices que la muerte anunciada es como un embargo, porque uno sabe que sus cosas no valen nada, porque uno sabe que la vida sin las cosas que valen la pena, tampoco vale nada. ¿Qué puedo decir? Que me contagias. Sí, me pasas a la sangre hasta producirme algo parecido a una enfermedad donde la fiebre me calma.

Si te tengo que decir algo, es darte las gracias por este sosiego, por cómo me quedo después de leerte.

A veces creo que te conozco y que ya no podría vivir sin ti.

Un beso

Genética Inexacta dijo...

Eso que acabas de escribir es un atentado contra mi elocuencia y una caricia que me guardo.
Deja que sea yo la que te de las gracias, anda.

Besos del este