jueves, 16 de julio de 2009

Reencuentro

Cerré la ventana, bajé la persiana y me quedé sentada en el sofá, como derrocada. Aguanté la respiración o respiraba tan flojito que el oxígeno entraba a los pulmones partícula a partícula, casi al punto de la asfixia como si él me pudiese escuchar desde la calle. No era un fantasma, pero hubiese sido el protagonista perfecto para mis pesadillas, de hecho lo fue durante mucho tiempo. Hacía meses que no me preguntaba qué sería de él, incluso llegué a pensar que estaba muerto, tampoco sabía cómo había encontrado mi dirección o si realmente sabía que vivía allí, quizá solo era casualidad. No, no podía ser casualidad, si él no vivía en mi pueblo ¿qué hacía allí?
Venía arrastrando los pies calle abajo con un abrigo mugriento que seguramente le habría dado un alma caritativa o en el peor de los casos rescató de un contenedor de ropa usada. El pelo lo tenía bastante largo, al menos haría cuatro meses que no se lo cortaba pues ya se le formaban los rizos sobre la frente.
Todo en mi vida tenia que ser blanco o negro, para mi no existían los grises y con él nada era de un color uniforme, era como vivir en una feria ambulante y yo era la montaña rusa, arriba o abajo nunca en línea recta, del llanto a la carcajada olvidando que podía existir el equilibro o quizá desconociendo la existencia del mismo.
¿Estaría todavía allí abajo o se habría marchado? No podía subir la persiana, siquiera levantarme del sofá pues las rodillas todavía me temblaban, de todos modos no tenía nada que hablar con él, nada… ¿nada?
Me acerqué al mueble bar y me serví un vaso de whisky. El alcohol es un salvavidas de plomo cuando te estas ahogando en el mar de los recuerdos, no ahoga las penas, ahoga el alma entera y las resacas las pasas llorando. Tenía en mi mano el arma de la discordia y el error en la concordia. No fui capaz de darle un solo trago, lo dejé frente a mí y observé los hielos que flotaban en él mientras ordenaba los recuerdos por orden de preferencia, primero los de odio, después los de asco y por último los de compasión, pero ya se sabe los últimos serán los primeros y me centré en los compasivos. Él tirado en mitad del pasillo con un golpe en la frente llorando arrepentido, él sentado en el suelo de la cocina con un corte en la mano pidiéndome ayuda, él dormido en el descansillo del portal con los pantalones mojados de orina, él al otro lado del teléfono deseándome un “feliz cumpleaños princesa”gangoso mientras llenaba de babas el auricular, él con un regalo de reyes para mí el día diez de enero y su sonrisa etílica de oreja a oreja, de doce a doce, de diciembre a diciembre.
Llevaba sola desde que lo dejé sin avisar y a penas lo había echado de menos, aunque mentiría si dijese que no pensaba en él, lo hacía muy a menudo, pero nunca pensé volver, ni llamarle y preguntarle como estaba. Tampoco le debía nada ni había nada que reclamarle, nos habíamos cuidado mutuamente hasta que todo se hizo insoportable, para mí por supuesto.
Si mi ego fuese de hielo yo sería un iceberg diez veces más grande que el que hundió al Titanic, a veces tengo que respirar profundo para tragarme la sal que se amontona tras mis párpados pero nunca lloro delante de nadie, es indigno que la gente piense que puedo llegar a sentirme inferior a ellos. Él sin embargo siempre lloraba cuando le gritaba y le amenazaba con marcharme y dejarle solo, se tiraba al suelo y me agarraba de la pierna mientras lloraba como un chiquillo diciéndome que me quería, que era lo único que tenía en la vida, y era cierto, tan cierto como que él era lo único que yo tenía, pero a veces es mejor tener las manos vacías que tenerlas llenas de escorpiones.
Me fui sin avisar y él vino del mismo modo.
Hacía mucho frío y mi respiración se condensaba en el cristal de la ventana. Ya podía tenerme en pie sin que las piernas me flaqueasen. Cogí las llaves y bajé hasta la portería, no se veía a nadie, abrí y entonces lo vi apoyado en la pared con los brazos cruzados tiritando de frío, me miró y no dijo nada, solo abrió los ojos tanto que parecía que se le iban a salir de las órbitas. No se atrevía a dar un paso hacia delante quizá por mi gesto rudo, me di cuenta y suavicé la cara, sonreí con timidez como lo hace una niña con vergüenza, le extendí una mano y me la tomó, estaba helado y olía a rancio, dios sabe el tiempo que llevaría sin ducharse o incluso sin comer. Lo dirigí hasta mi portal y se quedó parado en la misma puerta:

-Yo… yo quería... lo siento.
- No importa papá, no importa. Yo también me caí muchas veces antes de aprender a andar, tú solo no me sueltes la mano.

2 comentarios:

Espera a la primavera, B... dijo...

Escribes unos relatos que me atrapan. Algún día me gustaría saber de dónde sacas esa fuerza narrativa.

Tienes un don, aunque tú ya lo sabes, y yo muerdo el anzuelo cada vez que tú quieres. Me gusta volar hacia el este, aunque sólo sea en forma de nube y llover en aquella playa que ya no está.

Un beso desde el este del oeste.

toni

Genética Inexacta dijo...

Cuando quieras Toni, solo tienes que preguntar ;)
Eso de morder el anzuelo no me gusta nada de nada, te prefiero vivito y coleando, libre, para que vengas siempre que quieras y de la misma manera te vuelvas a marchar.
A lo mejor no estás tan tan al oeste... solo que no lo sabes.

Un abrazo de algodón