sábado, 25 de julio de 2009

Cifras (III)

Definitivamente había quedado como una idiota. En ese momento me hubiese encantado ser avestruz y meter la cabeza en un agujero a muchos kilómetros de profundidad donde, probablemente estaba enterrado mi ego. Que estúpida puedo resultar a veces.
De camino a las aulas me acerqué a él y le pedí perdón, le había juzgado mal solo por su aspecto. Me dijo que no había nada que perdonar y que le gustó el modo en que defendí mis ideas y opiniones, que prefería ser arañado por la sinceridad que apuñalado por la mentira y que el mejor modo de enterrar el hacha de guerra era tomando un café. Acepté y quedamos para el viernes siguiente por la tarde, pero no en la cafetería de la universidad, sino en un centro comercial.
Poco a poco me fui dando cuenta de cómo era por dentro y casi me fui olvidando de su ropa y su peinado, digo casi, porque aquellos horribles zapatos marrones eran imposibles de evadir. Lo que más me gustaba de él era la credibilidad que daba a todas sus ideas, la ilusión y el empeño que ponía en sus proyectos, la fuerza que transmitía al hablar o incluso al mirar, nunca apartaba la mirada, siempre permanecía franca e inalterable. Quedamos en varias ocasiones para ir a la biblioteca donde me descubría escritores que no sabía ni que existían y me sorprendían gratamente, otras veces quedamos para ir a una cafetería y finalmente para ir al cine o salir a bailar. Como es de suponer, terminamos enamorándonos el uno del otro, aunque a veces parecía más bien una relación amor-odio, pues ambos defendíamos nuestras ideas con uñas y dientes y nos costaba mas de un palo al orgullo dar nuestro brazo a torcer o simplemente cerrar la boca, cosa que era casi imposible para mí.
El peor momento de nuestra relación fue cuando me dieron una beca para ir a Manchester a terminar mi carrera. Era una gran oportunidad para mí pues no es lo mismo hablar en ingles con un profesor, por preparado que esté, a estar en Inglaterra hablándolo en todo momento. Aunque nos llamábamos todos los días se notaba que la distancia nos estaba enfriando. Acostumbrados a estar juntos casi todo el día era muy duro no verse, las frases se quedaban cortas, nuestras voces no eran las mismas por teléfono y lo pero de todo, malinterpretábamos las palabras, un simple “de acuerdo” se tornaba desprecio, los “te echo de menos” parecían reproches y los “cuídate” un adiós sin retorno. Por aquel tiempo Ramón se puso a trabajar en un periódico, no era el trabajo de su vida, pero al menos adquiría experiencia y se ganaba unos euros. En un par de meses juntó dinero suficiente para pagarse un vuelo a Manchester y darme así una gran sorpresa. Tan solo pasó conmigo cinco días, pero eso renovó totalmente nuestra relación. Le llevé a conocer Londres y junto a él todo era mucho más bonito, incluso el palacio de Bakingham que me resultaba fosco y lúgubre parecía tener más vida. El BigBen se veía más grande y sus campanadas sonaban con otro tono más alegre.
-La ciudad se alegra de que estés aquí.- le dije
-Vaya, ¿y tú no?- ya conocía la respuesta.
-Yo no tanto.- me encantaba hacerle de rabiar y como él lo sabía se hacia el ofendido.

2 comentarios:

Espera a la primavera, B... dijo...

Me tienes intrigado. ¿Dónde llegarán estos dos? Más, por favor.

Genética Inexacta dijo...

Lo mismo no llegan a ningún sitio, o si?
;)